Hace poco pude leer en El Mundo una noticia aparentemente esperanzadora: “Fuera tópicos, los jóvenes sí leen” (El Mundo, 21/09/2009). Digo “aparentemente esperanzadora” porque, una vez traspasada la frontera del título, se acumulan una serie de desmoralizadores datos que, pese a no ser reconocidos como tales, quedan transmutados a los ojos de los periodistas en señales de alivio y aliento sobre la situación actual. Situación que, paradójicamente, es más desalentadora y desconsoladora que nunca. Puede leerse en el artículo: “son precisamente los niños los que más leen: el 83% de los menores entre 10 y 13 años se declaran lectores. Pero son los que tienen entre 14 y 24 años los más enganchados a la letra. Eso sí, las mujeres más que los hombres (…) Desde SM también corroboran que son las chicas el sector más lector de la sociedad (…) los jóvenes lectores son los más curiosos, los que tienen más interés por el mundo y por la cultura”.
En una sociedad donde prima la cantidad frente a la cualidad, lo mensurable frente al valor intrínseco incalculable de cualquier cosa, es normal que lo que parezca precioso y digno de admiración sean las cifras y no otra cosa. Para que se me entienda: del mismo modo que un médico supone que hace bien su trabajo porque atiende a la media de pacientes estipulada y no porque haga que sus pacientes se sientan mejor dedicándoles el tiempo que él como experto crea necesario (porque cada caso es único), se valora que los jóvenes lean la cantidad de libros recomendada por las autoridades del Ministerio de Educación, pero da igual que los libros sean mejores o peores. Lo importante es la cantidad de libros, y no la calidad de éstos. Y ése es el error: “El 83% de los menores entre 10 y 13 años se declaran lectores”. Pero lectores, ¿de qué? Ésa es la pregunta que debe hacerse.
Hoy en día la lectura se ha visto degradada a la más mecánica de las acciones: se pasa la vista por lo escrito, pero no importa si se comprende o no con toda la profundidad y el rigor que requiere el texto. Esto se explica porque vivimos en la sociedad de lo efímero, en donde todo es caduco, pasajero y fugaz, desde el trabajo hasta el placer. Existe una exaltación de lo instantáneo. Como consecuencia de esto, el esfuerzo y la superación (lo que conlleva tiempo y entrega) quedan relegados no a un segundo plano, sino a un ostracismo moral. Y esto afecta también a la literatura: vivimos, más que nunca, en la época de los best-sellers: libros que destacan no por su calidad, sino por la cantidad de ejemplares vendidos. Antes podría encontrarse una relación entre ambas características, pero hoy en día es casi un milagro que se den ambas cosas en una sola obra. Y es que, como vivimos en los tiempos del conformismo, los libros han de ser de fácil lectura, no vaya a ser que el lector se esfuerce y deje de leer. Ya no es que los lectores vean el libro como un reto, y se afanen por entender lo que pasa por sus manos, sino que el mismo escritor debe esforzarse no en exprimir las posibilidades sintácticas y semánticas de su lengua, sino en escribir de la manera más ridícula y esquemática con el fin de que la lectura sea un paseo. Pero ése es el problema: los jóvenes desprecian las obras capitales de la literatura, los libros que “cuestan esfuerzo leer” (