martes, 6 de abril de 2010

PROUST Y LOS BEST SELLERS


Hace poco pude leer en El Mundo una noticia aparentemente esperanzadora: “Fuera tópicos, los jóvenes sí leen” (El Mundo, 21/09/2009). Digo “aparentemente esperanzadora” porque, una vez traspasada la frontera del título, se acumulan una serie de desmoralizadores datos que, pese a no ser reconocidos como tales, quedan transmutados a los ojos de los periodistas en señales de alivio y aliento sobre la situación actual. Situación que, paradójicamente, es más desalentadora y desconsoladora que nunca. Puede leerse en el artículo: “son precisamente los niños los que más leen: el 83% de los menores entre 10 y 13 años se declaran lectores. Pero son los que tienen entre 14 y 24 años los más enganchados a la letra. Eso sí, las mujeres más que los hombres (…) Desde SM también corroboran que son las chicas el sector más lector de la sociedad (…) los jóvenes lectores son los más curiosos, los que tienen más interés por el mundo y por la cultura”.

En una sociedad donde prima la cantidad frente a la cualidad, lo mensurable frente al valor intrínseco incalculable de cualquier cosa, es normal que lo que parezca precioso y digno de admiración sean las cifras y no otra cosa. Para que se me entienda: del mismo modo que un médico supone que hace bien su trabajo porque atiende a la media de pacientes estipulada y no porque haga que sus pacientes se sientan mejor dedicándoles el tiempo que él como experto crea necesario (porque cada caso es único), se valora que los jóvenes lean la cantidad de libros recomendada por las autoridades del Ministerio de Educación, pero da igual que los libros sean mejores o peores. Lo importante es la cantidad de libros, y no la calidad de éstos. Y ése es el error: “El 83% de los menores entre 10 y 13 años se declaran lectores”. Pero lectores, ¿de qué? Ésa es la pregunta que debe hacerse.

Hoy en día la lectura se ha visto degradada a la más mecánica de las acciones: se pasa la vista por lo escrito, pero no importa si se comprende o no con toda la profundidad y el rigor que requiere el texto. Esto se explica porque vivimos en la sociedad de lo efímero, en donde todo es caduco, pasajero y fugaz, desde el trabajo hasta el placer. Existe una exaltación de lo instantáneo. Como consecuencia de esto, el esfuerzo y la superación (lo que conlleva tiempo y entrega) quedan relegados no a un segundo plano, sino a un ostracismo moral. Y esto afecta también a la literatura: vivimos, más que nunca, en la época de los best-sellers: libros que destacan no por su calidad, sino por la cantidad de ejemplares vendidos. Antes podría encontrarse una relación entre ambas características, pero hoy en día es casi un milagro que se den ambas cosas en una sola obra. Y es que, como vivimos en los tiempos del conformismo, los libros han de ser de fácil lectura, no vaya a ser que el lector se esfuerce y deje de leer. Ya no es que los lectores vean el libro como un reto, y se afanen por entender lo que pasa por sus manos, sino que el mismo escritor debe esforzarse no en exprimir las posibilidades sintácticas y semánticas de su lengua, sino en escribir de la manera más ridícula y esquemática con el fin de que la lectura sea un paseo. Pero ése es el problema: los jóvenes desprecian las obras capitales de la literatura, los libros que “cuestan esfuerzo leer” (La Odisea, La Divina Comedia, En Busca del Tiempo Perdido, Fausto, El Quijote…) siendo éstos los auténticos best-sellers de la historia de las Letras. Puede que sea más difícil comprender Crimen y Castigo que La Sombra del Viento o El Código Da Vinci, pero es más gratificante y más pedagógico si se quiere sacar de la lectura el verdadero significado de lo que son las Humanidades. Porque Shakespeare no sólo cuenta una tragedia en Hamlet, sino que describe la naturaleza humana, sus emociones, limitaciones y posibilidades, al igual que Sartre en A Puerta Cerrada, y al igual que tantos otros. Incluso no sólo sirven para comprendernos y describirnos, sino que a veces marcan definitivamente el rumbo de nuestras ideas: puede decirse que Goethe, con Las tribulaciones del joven Werther, no sólo introdujo el amor romántico tal como lo conocemos hoy en nuestras bibliotecas, sino también en nuestros corazones. La literatura pasa a ser entonces el reflejo más puro y el retrato más preciso de lo humano; precisamente porque cada verso es un esbozo, porque lo humano está difuminado en cada novela, explicándose de manera poco clara y misteriosa, tal y como el mismo tejido de la vida es. Ya lo escribió T. S. Eliot: “no cesaremos de explorar/ y el fin de nuestra búsqueda será/ llegar adonde comenzamos/ y encontrar por primera vez el lugar”. Probablemente no entendamos un libro hasta que vivamos lo que nos cuenta, y eso sólo es posible a través de los clásicos de las Letras. La lectura es nuestra mejor maestra, como escribió M. Proust en Sobre la lectura: “Si la afición por los libros crece con la inteligencia, sus peligros, ya lo hemos visto, disminuyen con ella. (…) ya que únicamente la lectura y la sabiduría proporcionan los "buenos modales" de la inteligencia. La fuerza de nuestra sensibilidad y de nuestra inteligencia sólo podemos desarrollarla en nosotros mismos, en las profundidades de nuestra vida espiritual. Pero es en esa relación contractual con otras mentes que es la lectura, donde se forja la educación de los "modales" de la inteligencia”. Por ello los libros que merecen la pena no son los que están de moda, ya que es mejor conocer una obra literaria que te abra un mundo, a millones de otras que se traspapelarán con los años. Ése es el verdadero valor de la literatura. Y eso, como todo lo que merece la pena en esta vida, no es ponderable. No hay que hacer caso a las cifras cuando se habla de ciertas cosas. Ya lo dijo hace doscientos años Goethe: “¡Como si las cosas sólo existieran cuando se las puede demostrar matemáticamente!”.

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