viernes, 26 de marzo de 2010

JOYCE, MANN, GRAMSCI Y LOS INTELECTUALES


Para el ciudadano medio es difícil saber qué es o para qué está un intelectual. Normalmente las definiciones que se dan son del estilo “persona dedicada al cultivo de las ciencias y las letras”. Pero esta definición es tan vaga como incompleta: ¿tiene una función social el intelectual, o puede permitirse estar encerrado en su torre de marfil? ¿Son un elemento de consulta, o no deben trascender su campo de investigación? Para ello tenemos a tres adalides de la intelectualidad en nuestro continente que, a su vez, representan tres tipos de intelectual: James Joyce (1882-1941), Thomas Mann (1875-1955) y Antonio Gramsci (1891-1937). Los dos primeros conocieron el ascenso de los totalitarismos y las dos guerras mundiales, el tercero sólo la primera. Y cada uno se posicionó de un modo diferente ante los hechos. Joyce, autoexiliado de su patria en Trieste y Zurich entre otros lugares, rehusaba de intervenir en política. Se cuenta que cuando su hermano Stanislaus comenzó en una ocasión una de sus tantas diatribas sobre el fascismo, James le espetó: “No me hables sobre política. Solamente estoy interesado en el estilo” (S. Joyce, My brother’s Keeper, Faber&Faber, p.23). También se dice que un día, hablando a un amigo italiano, le comentó: “Las monarquías, constitucionales o no, me dan asco. Las repúblicas, burguesas o democráticas, me dan asco. Los reyes son saltimbanquis. Las repúblicas, pisoteadas. (…) ¿Qué queda? ¿Podemos desear la monarquía por derecho divino? ¿Crees en el sol del porvenir?” [il sole dell’avvenire= el socialismo] (J. M. Valverde, Interlocutores, Trotta, p. 609). Joyce fue el gran renovador de las letras del siglo XX con su Ulises, y merecía por ello el Nobel que nunca obtuvo. Pero como intelectual podemos encasillarlo en el tipo de escritor abandonado a su vida y experiencias, separado de su patria, lengua y religión, que siempre detestó. Nunca buscó ser etiquetado ni encasillado, y eso le valió la grandeza de su obra, pero pagando el precio del aislamiento político y social. Por otro lado, tenemos a Thomas Mann, alemán de buena familia y lo mejor que le ha pasado a Alemania desde Goethe (literariamente hablando). Pese a su desahogada economía, a diferencia de otros no dudó en atacar a Hitler y en despertar las conciencias de su país, sobre todo las de los intelectuales: “¿Cómo le será permitido al poeta equivocarse, cuando su naturaleza y su destino han sido colocados en el sitio más destacado del mundo? (…) El poeta que fracasa frente al problema humano, planteado bajo su forma política, no es solamente un traidor a la causa del espíritu, en provecho del partido del interés, sino además un hombre perdido (…) Pierde su fuerza creadora, su talento, y ya no habrá nada duradero; más aún, su obra anterior que no lleve la marca de su falta y que haya sido buena, dejará de serlo; y ya no significará nada a los ojos de los hombres” (Advertencia a Europa, Ed. Sur). Aquí nos encontramos con la responsabilidad social del intelectual: su posición privilegiada no le hace desprenderse del mundo, sino que, por el contrario, está endeudado con él: su posición se la ha otorgado la sociedad a la que pertenece, y en las situaciones de crisis no debe darle la espalda. Si no, quedará marcado para siempre, porque la literatura es inherente a la vida, y los errores en la una son transferibles e igualmente válidos en la otra. Como extremo contrario a Joyce tenemos a Gramsci, fundador del Partido Comunista Italiano. Gramsci creía, como marxista, que los intelectuales son todos los hombres, pero la posición social de algunos como tales les da un sentido no de mero escritor, sino también de organizadores sociales; una suerte de nexo entre la cultura y el pueblo: son los llamados intelectuales orgánicos, los nacidos de una clase social concreta y no separable de ésta, que están llamados a expresar lo que siente su clase social. Porque para Gramsci todo es político: “Todo es político, incluso la filosofía o las filosofías, y la única filosofía es la historia en acto, o sea, la vida misma” (Antología, Siglo Veintiuno, p. 128). Ciertamente, desde la completa indiferencia joyceana al radicalismo de Gramsci, pasando por el compromiso liberal de Mann, encontramos un abanico amplio de opciones. La primera es egoísta; la segunda, impuesta por la historia y la economía, y por tanto, falta de libertad. Sólo la de Mann es la única que hace hincapié en la responsabilidad del ciudadano frente a la barbarie, y recoge los viejos ecos de Pericles, artífice de nuestra democracia: “Somos, en efecto, los únicos que a quien no toma parte en estos asuntos [los públicos] lo consideramos no un despreocupado, sino un inútil” (Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso).

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